Nighthawks
Edward Hopper, 1942
Óleo sobre lienzo. 72,2 x 174 cm.
Instituto de Arte de Chicago, Estados Unidos
La escena que nos presenta Hopper nos perturba e inquieta. Es una especie de ventana indiscreta abierta ante nuestros ojos. Se trata de un diner,uno de esos restaurantes prefabricados con amplias cristaleras y los típicos asientos circulares anclados al suelo. Para su localización el pintor estadounidense se inspiró en el Distrito histórico de Greenwich Village, bastión de la cultura artística y bohemia del lado oeste de Manhattan, y donde se inició el movimiento de liberación gay en 1969. Es de noche. La intensa iluminación del local se proyecta como un espectro sobre el acerado de la solitaria calle y la fachada del único edificio que nos muestra al otro lado, del que alcanzamos a ver una caja registradora tras el vacío escaparate de la tienda. El resplandor de las luces del interior del bar nos permite ver un anuncio de los puros norteamericanos Phillies coronando la fachada.
En el interior, sólo cuatro personas: tres clientes y un camarero que viste de blanco y se afana tras la barra, tal vez preparando una copa o fregando platos. Las dos figuras masculinas visten con trajes oscuros de chaqueta, según la moda de la época, y cubren sus cabezas con sombreros. La mujer lleva suéter carmesí y el pelo rubio suelto cayendo sobre su espalda. Uno de esos hombres está sentado, de espaldas a nosotros, cabizbajo, parece ensimismado, como el único ser de una tierra no habitada en una sempiterna espera. Frente a él, en el otro lado de la barra triangular del bar, hay una pareja, aparentemente también sentada. No se miran, parecen pensativos, alejados de un mundo donde el silencio ahoga sus voces ante dos tazas de café. El casi imperceptible gesto de sus manos, tan próximas, los delata, pero no hablan entre ellos. Él fuma, ella tiene algo en su mano derecha: un pretexto para detener su mirada. ¿Habla con ellos el camarero? Son los «halcones de la noche»: los solitarios de la gran ciudad donde, a primera vista, la soledad parece imposible, pero es real. Eso es lo aterrador, es la imagen de unos seres humanos que habitan un mundo en el que nada tienen que decir, nada que compartir. Son personas que salen al anochecer buscando compañía, un auxilio que no encuentran aunque estén acompañados. Fríos, como la luz que los inunda. Solos, como lo está la calle a la que tal vez no se atreven a salir. Es el espejo al que nos enfrenta Hopper, en el que nos obliga a mirarnos más allá de nuestra cómoda y segura apariencia, aquella que mostramos para esconder ante los ojos ajenos nuestra verdadera identidad y fragilidad.
Son personajes que sufren de manifiesta soledad, perdidos en la ciudad, en espacios que dan una impresión de tristeza total. Las luces brillan en el interior del bar pero no en ellos. Es la imagen de los habitantes de la gran metrópoli, ensimismados en sus propias pensamientos o simplemente vacíos, hastiados de una realidad que ha dejado de ser humana, que ha pulverizado todo sentimiento, simplemente porque no tienen cabida en esa selva de asfalto. No lo saben. Deambulan perdidos sin querer preguntarse el porqué sus pasos los conducen ante una copa y un cigarrillo, buscando la compañía de seres solitarios como ellos, que acodados sobre la barra de cualquier local, posan sus miradas ensimismadas ante cualquier objeto que les sirva de excusa para no enfrentar sus rostros y miserias cotidianas. El miedo los paraliza, les convierte en muñecos de cera o meros maniquíes expuestos en un escaparate de amplias cristaleras. Las luces del diner, que se proyectan sobre la calle solitaria, potencian aún más tan desoladora escena. Hopper crea una intemporalidad, un vaciado del tiempo, la escena se congela, todo es silencio alrededor.
Hopper no cuenta la noche sino la sensación que produce la noche, esto último está más cerca de la realidad, lo primero es una copia. Aquí radica el precepto que acompaña la pintura de Hopper, que estaba interesado en las formas y materiales de las calles de la ciudad y edificios de piedra, ladrillo, asfalto, acero y cristal y el efecto de la luz que incide sobre ellos. La luz era la más potente y personal de los medios expresivos de Hopper. Él la utiliza como un elemento activo en sus pinturas, define las horas del día, establece un estado de ánimo y crear un drama pictórico mediante el contraste con las zonas de sombra y la oscuridad.
Hopper nos muestra al americano medio, aquel que no es rico ni pobre, libre ni esclavo, con sus anhelos y pesadillas, hombres y mujeres que perfilaron una clase media en transición desde un capitalismo productivo al de consumo. Un hombre medio apático, sin atributos, anestesiado. Los personajes que pueblan los cuadros de Hopper son antihéroes, escasos de originalidad, seres atribulados y grises que perdieron la batalla de conquistar sus propios sueños en pos de una estrecha realidad de bajos vuelos, criaturas que deambulan perdidos en laberintos infinitos sin conocer jamás el motivo de su tormento. Edward Hopper ambienta sus pinturas en hoteles anónimos, solitarios, donde hombres y mujeres de paso, se preguntan por el sentido de sus existencias, con la mirada opaca, el cuerpo abatido; transeúntes que recorren calles con luces de neón, oficinas, restaurantes de mala muerte, perdidos. Protagonistas del sueño americano, aquel de las promesas del éxito esquivo, cuyas esperanzas de ser alguien se deshoja entre la incertidumbre y la mediocridad en un recorrido tan interminable como estéril. Se trata de individuos que dependen de la opinión de aquellos que los dirigen, buscando su aprobación, ansiosos e inseguros. Son los que la televisión los distrae, al igual que la innovación tecnológica con su panoplia de artefactos desechables. Viven en lugares donde transcurren sus vidas en la incertidumbre, en vez de la seguridad, bajo el modelo capitalista que anuló la seguridad en el trabajo, donde al regresar a casa teme que ésta pueda haber sido tomada. Es la clase media que rehúye preguntarse qué hay más allá, donde la diversión doblega la lucidez, la que piensa en términos privados en vez de públicos, aquella que tiene una coartada cuando suena la hora del coraje cívico. Hopper que retrata todo ello es como el alma de un periodista, es como un apóstata de las convenciones. Hopper nunca intentó “reproducir” el ambiente norteamericano: “Siempre he querido expresarme a mí mismo”, comentó en varias ocasiones. Piensa que la peculiaridad del arte americano está –o debería estar- en el pintor y en su pincel, nunca en la agenda de un secretario de cultura, ni en un programa de reactivación económica.
A lo largo de su vida depuró su trazo pero nunca abandonó el estilo figurativo. Algunos motivos son recurrentes: las ventanas, las escaleras, las cortinas –por lo general en movimiento-, los faros, los túneles, los postes telegráficos, los puentes y los umbrales. “Es muy difícil pintar a la vez un interior y un exterior”, repetía este artista. A Hopper no le interesa el movimiento sino la pausa. Siempre nos presenta el escenario donde el hecho ocurrió o está por ocurrir. Lo que quiere expresar siempre va más allá de la imagen. Prefiere los momentos de aislamiento, de intimidad, de vacío sensorial. Ante todo nos acerca “un mundo de cosas frías y rígidos encuentros entre maniquíes vivientes”, como dijo Enrique Lihn en uno de sus poemas. “Nunca pude pintar lo que me había propuesto”, reconoció Hopper en su vejez. Tal vez sea eso lo que nos atrae de sus pinturas: la frustración, la posibilidad truncada, lo que no pudo ser.
Las pinturas de Edward Hopper, las fotos de Robert Frank y otros, capturan estas escenas. Arthur Miller en su Muerte de un viajante, como pocos, desentraña el talante emocional de esta gente de paso, son los Willy Loman de la vida, con sus sueños rotos, Hopper los conoce bien y por eso los elige para pintarlos. La obra de Hopperinspiró e influyó sobre la cinematografía. Títulos, entre otros, como Dinero caído del cielo (Herbert Ross, 1981), Scarface (Howard Hawks, 1932), Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), Terciopelo azul (David Lynch, 1986), Nubes pasajeras (Aki Kaurismäki, 1996), o Mi vida sin mí (Isabel Coixet, 2002). Directores de cine como Sam Mendes en Camino a la perdición, 2002, o Ridley Scott.
De la misma forma,el cuadro que aquí proponemos, ha sido motivo de inspiración para poetas como el alemán Wolf Wondratscheck, dramaturgos como Douglas Steinberg, músicos como Tom Waits, escultores como George Segal y pintores como Gottfried Helnwein quien llegó a calcar el cuadro “Nighthawks”, “Noctámbulos” en su versión castellana, sustituyendo únicamente el rostro de los cuatro anónimos personajes de Hopper por los de Elvis Presley, James Dean, Humphrey Bogart y Marilyn Monroe.
Nadie que mire este cuadro con detalle puede quedarse impasible ante lo que ve en él, en su claustrofóbica sencillez. Con tan pocos elementos visuales, Hopper ha creado uno de los más desgarradores alegatos hechos en la pintura moderna sobre el tema de la soledad del hombre contemporáneo.
Mañana o pasado mañana, sentados ante la barra de un bar cualquiera, escondiendo nuestra soledad y miserias cotidianas no confesadas, frente a una copa, podríamos recordar el comienzo del poema de Wondratschek inspirado en esta obra:
It is night
and the city is deserted.
The lucky ones are at home,
or more likely
there are none left.
Autora: Paqui Zurita Corbacho.