De niño mi madre nos daba a mi hermano y a mí una moneda de diez reales, aquella moneda grandota y de color cobrizo. Y con un vaso, íbamos a la huerta de Esteban o a la del señor Severiano a tomarnos un vaso de leche recién ordeñada, vamos de la teta a la boca. Todavía recuerdo su tibieza y mis bigotes manchados de su blanca espuma. Hacerlo hoy es impensable, no es saludable, hay que cocerla, uperizarla, o como demonios se llame, para matar las bacterias. No sé si la leche de antes no tenía bacterias o si las bacterias tenían bastante menos mala leche que las de hoy, el caso es que llegado el buen tiempo esta costumbre se convertía casi en una religión.
Salíamos del balneario por la puerta del pilar, enfilábamos la calleja de la ermita y bajábamos por una estrecha vereda que comienza en la cueva de la Mora, al lado de un centenario olivo de retorcido tronco. A la izquierda, había un hermoso cañaveral que crecía sobre una pequeña loma formada por las escorias que la vieja caldera del balneario producía al calentar el agua de las pilas. A la derecha, estaba el huerto «Santísimo». Era un recinto cerrado, posiblemente delimitaba lo que fue un magnífico establecimiento termal del cual todavía se conservan las termas y, en lo que fue su entrada, todavía conservaba los goznes que sostenían las puertas y que, hechos de piedra de granito, parecían dos pilas de agua bendita. Más abajo había dos albercas que recogían el agua de las termas y que servían para regar las huertas. Seguíamos por la vereda que a medida que bajaba formaba un pequeño desfiladero sombreado por hermosos granados en el que crecía una planta de la que nunca supe el nombre, pero que se asemejaba mucho a los helechos, y que los hortelanos usaban para tapar los cestos de mimbre en los que llevaban tomates, pepinos, berenjenas y demás frutos de la huerta cuando acudían al mercado. Y por fin, llegábamos a la casilla, construida bajo la copa de un enorme nogal que proporcionaba sombra y frescor en los calurosos días de verano.
Había otro nogal de semejante porte, se diría su hermano gemelo, un poco más abajo, junto a la carretera de Palomas, en la huerta del Señor Antonio «el Calvo». Pero en mi casa siempre había oído hablar de otro nogal, mucho más grande. Mi tío Francisco y mi primo Quico, en las tertulias en torno a la camilla y al calor de un buen brasero de picón cuando los recuerdos se agolpaban y brotaban inagotables como las tibias aguas del manatial alrededor del que habían transcurrido sus vidas, hablaban siempre del dichoso nogal.
-Ese sí era enorme. ¿Te acuerdas cuando (y daba una serie de nombres que mi mala memoria no me ha permitido conservar) se apostaron con las escopetas y llenaron varios cestos de tordos?
Mi primo asentía.
-Bueno, pero ¿dónde estaba?, preguntaba escéptico yo.
-Estaba más cerca de las Termas en la Tabla Larga que había en la poza, donde las mujeres de la calle Nueva lavaban la ropa.
Siempre pensé que eran exageraciones de quienes embargados por la nostalgia tienden a aumentar todo lo que han vivido. Pero hete aquí que a la vuelta de mi periplo madrileño y empezar a trabajar en la que siempre consideré mi casa, cayó en mis manosun precioso libro. «Monografía de las aguas termales del Balneario de Alange«, de don Julián de Villaescusa. Antes, los médicos de los balnearios tenían que hacer un estudio sobre las propiedades de las aguas mineromedicinales y presentarlo al Ministerio de Salud Pública. El doctor Villaescusa no se limitó a estudiar las propiedades del manantial, sino que hizo un estudio detallado acerca de la orografía, minerales, flora y fauna del entorno del pueblo y, como no, aparece el nogal y lo describe así: » Verdadera notabilidad vegetal, tiene más de ochenta pies de altura y treinta y tres de circunferencia», y hace una acotación, «parecerán exageradas estas dimensiones; pero se ha medido muchas veces y cuando alguno duda, se repite la medición en su presencia».
En el año 1925 Juan A. Puerto publica un pequeño libro «Noticias Históricas de la Villa de Alange y de sus famosos Baños«, es una especie de guía turística en la que describe monumentos y lugares de interés y, como no, el nogal ocupa una reseña importante y lo menciona así: «En la misma huerta a la que antes nos referimos, existen árboles que cuentan con siglos de existencia y cuyo estado de lozanía y frondosidad hace suponer que todavía les aguarda larga vida. Entre estos se cuentan algunos nogales, uno en particular es portentoso y nos recuerda lo que sería en los comienzos del mundo la vegetación. El nogal que nos ocupa tiene un tronco de más de quince metros de perímetro y su copa más de ochenta metros. A este hermoso ejemplar hubo años que se le cogieron cantidades fabulosas de nueces, cuyo fruto siempre resulta exquisito y de calidad superior a los que producen otros nogales que existen en otras huertas, quizá debido a la calidad del agua con que se riega.»
Desgraciadamente, no nos queda ninguno de los tres. Del primero nunca pude averiguar el motivo de su desaparición, ni ellos supieron explicarla. Los otrso dos desaparecieron a causa de la construcción del pantano. Desafortunadamente, la humanidad siempre es víctima de su propio progreso.
A mi tío Francisco y a mi primo Kico In Memoriam.
Santiago López Cabrera